miércoles, 20 de febrero de 2013

El miedo puede con la rutina en Milán

De un matrimonio entre la rutina y el miedo no puede esperarse nada que brille, ningún futuro. Lo único que lo puede salvar es la llegada de un amante sorprendente, estrafalario aún mejor, para que salte alguna chispa que encienda las luces de la casa. La rutina la puso el Barça, con su tran tran, su sensación de hacer siempre lo correcto, de que tarde o temprano siempre amanece aunque el cielo esté tan gris como la panza de la burra; el miedo era cosa de un Milán lleno de veteranos en declive y meritorios que asumen su papel y aplican las condiciones del contrato con una fidelidad a prueba de bombas. El amante era un hombretón escocés que ejercía de árbitro en una noche de invierno y que decidió que ya estaba bien de bailes de salón y de murallas chinas; que así el fútbol no crece y si no crece, él no existe y se le va el sueldo en chucherías. Y llegado el momento decidió que una mano, con el brazo extendido, al borde del área del Barça y que traslada el balón a un compañero, es algo que no afecta al transcurso del juego, un accidente, un desprendimiento en la carretera (nunca mejor dicho, visto el estado del césped del Giuseppe Meaza). Y se dijo el escocés, que como es sabido es gente amable y jacarandosa (nunca se reconocerá como se debe a la afición escocesa, tan festiva como sensata incluso cuando se obnubila): esto lo arreglo yo, pensó, en un pis pas y le meto un cohete a un partido más gélido que la noche milanesa. Y dio gol.

Y el Milan, el dueño del miedo, el constructor de la muralla china, el guardián de la cueva, el rácano que defendía con nueve (excluyo a Pazzoni, por delantero, y al portero Abiati, porque era un observador del panorama), descubrió que su miedo, su falta de autoestima, su carnet de identidad caducado, resulta que estaba absolutamente en regla y que los accidentes lo mismo que dejan víctimas consruyen castillos de personalidad. Había descubierto que no hacía falta hacer nada para conseguir un gol, porque los goles -como dijo Di Stefano- no se merecen, se consiguen.

Y el Barça, instalado en la rutina, construía su canción con menos acordes que una canción pop, un vals sin música ni solistas, porque Messi firmaba su partido más abúlico de los últimos años, como si la guitarra se le hubiera desenchufado de repente y no se escuchara nada. Y porque Xavi e Iniesta fallaban pases y más pases, no porque desafinaran -son maestros de la guitarra- sino porque no entendían que el pentagrama del Milan en defensa estaba lleno de notas y no había manera de colar un diapasón porque siempre salía una pierna que como un mastil erguido y arriaba una y otra bandetras. Con Messi desenchufado y Cesc meláncolico desde el minuto uno, el Barça quiso ser fiel a su estilo y convirtió el toque en retoque, y su habitual canción en un vulgar estribillo, su discurso en una letanía, un mantra que esta vez no aburrió al rival sino a sus autores. Daba penita ver al pobre Pedro meter la quinta buscando posiciones ventajosas para los pases interiores de sus compañeros que estos repudiaban una y otra vez como creyendo que la rutina les hace grandes. Bien está ser fiel a tu estilo, que además te ha convertido en el club más grande de los últimos años, posiblemente; lo malo es convertir el estilo en obcecación: eso es una falta de estilo.

Y el Barça se obcecó en Milán como si solo tuviera una lección aprendida ante un rival que funcionaba como gastadores  en combate. Poco le importaba que Montolivo apareciese poco, muy poco, lo justo, o que El Saarauy estuviese más tiempo en fuera de juego que dentro del juego. Tenía la potencia de Boateng, el futbol perruno de Ambrossini, y entre unos y otros salvaban las carencias de sus dos centrales (Zapata y Mexes) que hicieron cuanto estuvo en sus pies para facilitar la tarea del Barça. En nada de eso se fijaron los chicos de Roura, que solo se aceleraron cuando encajaron el segundo gol en otra obcecación, esta vez defensiva, por ir todos a por el mismo jugador y dejar al resto libre.

Bien es cierto que pudo ser penalti un derribo de Mexes a Pedro, pero ahí cabía aplicar el margen de la duda al dudoso criterio del amante escocés. Y cuando el Barça se aceleró ya tenía la sensación de que aquel amante intrépido vestido de azul le había  destrozado el matrimonio, aunque en realidad era su rutina la que habia convertido el fútbol en lo más parecido a un domingo cuando cae la tarde.

Mucho deberá trabajar en el Camp Nou donde la muralla china del Milán tendrá más pisos y se verá menos el horizonte. Quizás deberá renegar de parte de su estilo: desanudarse la corbata que siempre cae en el justo medio de la camisa, remangarse una manga, ponerse vaqueros en vez de esmoquin. Algo que le haga ser menos previsible, salirse de la moda. De su moda, tras el lamparón de Milán.

sábado, 16 de febrero de 2013

El futbolista insignificante

Se tiende a pensar que el futbolista insignificante en un equipo es aquel que no sale en las fotos, el que hace el trabajo sucio y el limpio, pero a fin de cuentas,trabajo, solo trabajo, el que se lleva las tarjetas de los demás, el que hace el penalti que nadie quiere hacer, el que pone la frente en la frente del rival, el que se queja al juez de línea para abrasarle, el que le advierte a la figurita rival de sus malas intenciones, el que pide al público un aplauso cuando el equipo pierde, el que reclama los aplausos del equipo al público que se ha hecho una calcetinada de kilómetros para verles perder. Ese es el futbolista insignificante, al que el público recrimina, quizás por su falta de talento, por su defecto de técnica, por su mala relación con el gol, por su exceso de tarjetas, -generalmente ajenas-, por sus lesiones, por sus extraños golpeos del balón, por su afán de romperse la nariz en cada balón aéreo.

Pero, ahora, el tiempo, el fútbol, ha cambiado. El futbolista insignificante puede ser el futbolista acreditado, el catedrático del gol, el doctor con cientos de publicaciones, el médico con masters de verdad, el tipo que te salvó la vida diez, cien veces, y al que ni le miras a los ojos cuando te lo cruzas por el césped. A Hugo Cholo Sotil, un goleador peruano, Neeskens le mando a la grada (cuando solo podìan jugar dos extranjeros en la Liga española) en el Barcelona, mentras el resto de equipos se morían por tenerlo en las filas de su ejercito.

Ayer, en La Rosaleda, donde con ese césped difícilmente puede crecer una rosa, ni siquiera la de Alejandría (jeque aparte), el Athletic pasó de Aduriz, primero, y de Llorente, después, empeñado Susaeta en combinar unicamente con  Iraola , e Ibai Gómez en buscarse la pierna derecha para lanzar un misil, un cohete o un perdigón. Debe ser desesperante para un delantero centro nato sentirse tan insignificante como un jilguero en la madre de todas las batallas o tan olvidado como Sotil en la grada del Camp Nou.

Aduriz solo apareció en Málaga como un errata en el argumento de un gol cantado que exigió lo mejor de un gran Caballero. Llorente, después se significó por un gol anulado (con ojo de halcón) en el único balón que tocó. Nadie supo que ellos andaban por allí, cada cual ensimismado en sus órdenes estrictas, cada cual sujeto a su Gibraltar particular. Si además Ander Herrera, el ingeniero, y DeMarcos, el dinamitero, se habían dormido en la garita, el Athletic más que un cuartel parecía una tropa de montaña luchando contra la nieve acumulada.

Bien que el Málaga es un equipo bastante bien armado (aunque nota la baja de Monreal, mal sustituido por Antunes), que se sabe la lección, que no se acelera, que tiene en Camacho el futbolista insignificante que le eleva la nota, que Isco se busca el sobresaliente, a veces con más parafernalia que eficiencia, que asusta con la bestia (aún mansa) de Baptista, y sobre todo que tiene enToulalan, ayer reservado para el final, la ejemplificación del futbolista insignificante lleno de significado. Messi cambia el significado del fútbol con sus botas y sus pies. Tipos como Toulalan lo cambian por su apropiación del espacio.

Es tiempo ya de que el Athletic se pregunte por qué pierde los partidos que no tiene que perder. Bien, el Málaga en conjunto fue mejor, pero el Athletic pudo empatar perfectamente, en un acto de justicia legal (no poética) y sin embargo lo perdió por méritos propios: por mala defensa, por la aceleración en  contar con Gurpegui, por los pecados de juventud de Laporte, por la ineficiencia de Aurtenetxe, por el descontrol de De Marcos, por la imprecisión de Herrera, por la indefinición de Aduriz (en la única que tuvo), por el egosimo de Ibai Gómez, ajeno al juego, por el desconcierto de Iturraspe. Aún así pudo y debió empatar. Un asunto para reflexionar. Más ante un Málaga armado, paciente, sin demasiadas estridencias, a veces rutinario, a veces imperioso, que obtuvo un gol de Saviola (¿quien si no?) como podía no haberlo obtenido, poque el Athletic cuando tiembla en defensa (a menudo) no mira al rival, sino al balón, como el hombre sencillo mira sólo el dedo que le enseña la luna.

Al menos le quedó un consuelo. Raúl fue un portero de garantías. Bien con el pie  y bien en el mano a mano, tranquilo como un portero de la selección de Laponia y sensato en todas sus acciones. Quizás el futbolista del Athletic que mejor pasó el balón al pie de sus compañeros. Pero conviene hacer un ceda el paso. Acaba de empezar. También Laporte nació como un rayo y ahora aparecen algunas tormentas. Llegará la calma. Es la hora de los futbolistas insignificantes, las columnas del templo.